Mi ojos lloran con lágrimas de oro. Cristales ordenados, transparentes; regentes del paso de su amor catódico. Por tí, que estás en mí, conmigo, ahí.
Ayer intenté llamarte a la salida del caos: entoné la frecuencia más acelerada de mi llanto para que me escucharas. Llegaste a tiempo. Cuado miré el espejo te lucías en mis barbas incompletas, y en las líneas bien marcadas de mis ojos. Observé con paciencia y dolor un espejo, donde comprendí que yo soy tú, un diasterómero de tu cuerpo.
Cuando sucumbí ante mi cansancio, soñé contigo. Una escena dura; tanto, que desperté de un salto que bien pudo haber golpeado las estrellas. Entonces miré el cielo, te busqué por todas partes. Noté que una estrella brillaba... y luego todas... con esa sonrisa sabia de siglos, de experiencia, de luchas inombrables, de virtud y de pasión.
No me rendiré. Somos una sangre que escurre hoy por mis ojos y nutre mi órgano cardiaco, una sangre emplumada, brillante como el oro.