Sus pasos corrompen el silencio nocturno. Sombras de la noche, leales y obedientes, la protegen. Con la música, a lo lejos resuenan los bombazos de la guerra; pero ella, ella es inmutable. Su caminar sereno impresiona al soldado frío o a cualquiera que se cruce en el camino marcado.
Avanza despacio, lleva consigo dolor, tortura, placer. Un deseo por la muerte áspero como el sabor del vino seco, ardiente como la hierba quemada que incinera los pulmones. Ahora acompaña a la sinfónica el golpeteo rápido de las ametralladoras. El bajo es representado por los zumbidos de cada obus que se proyecta, como prueba viva de las leyes de Newton, a través de un cañón tan negro como la desgracia.
Sin embargo, ella continúa con su procesión no importando quien perezca. Luces infernales iluminan el campo que la rodea. Gritos encabezan el coro, sangre la escenografía. Mantiene su paso andante, rítmico. Ahora, algo nuevo ocurre. De su bata sale el objeto divino: un pico de diamante. Filoso, grueso, fuerte. Brilla, brilla tanto que resulta casi imposible observar su cuerpo con claridad.
La lluvia asesina apunta su ubicación. Ella golpea, golpea determinante un muro cristalino. Ataca la pared que priva sus libertades, que priva su amor. Daña con entusiasmo una lámina transparente. El calor del plomo perfora su cuerpo. La vacía. La deja morir en las aguas del río imponente.
Es "la mexicana" quien yace en el piso muerta, humillada por una línea inexistente que nunca pudo atravezar. Sombras de la noche, leales y obedientes, esperan la próxima caída del sol para verla reaparecer. Para cubrir los cielos mientras ella derriba la lápida capitalista de los migrantes.