He visto un panorama que yace estancado en las glorias de su pasado y no evoluciona. Aparece ahí, perpetuo, sin que el tiempo o la energía logren cambiarlo.
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No tiene genética y, por ende, tampoco una herencia. Cada nueva generación lo observa igual, incambiable. Algunas han incluso llegado a pensar que se trata de un horizonte muerto, esperando el día en que se desquebraje totalmente.
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Pero lo cómico es que tal cosa no ocurre tampoco. No se fisura, no se erosiona, no se rompe. Se muestra imponente y perfecto, retando a la naturaleza y sus leyes.
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A través de un estudio minucioso podemos llegar a la conclusión de que es un sistema complejo y ordenado que, de no recibir un estímulo correcto, jamás perderá la armonía que lo mantiene intacto, sistemáticamente organizado.
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Se llama homeostasis. Reacciona ante cada cambio normal de tal forma que nunca pierde su equilibrio físico. Cuando llueve, el agua escurre por coladeras; los insectos que participan en la polinización de las flores circundantes se encargan de tirar suficiente miel en el piso para que éste se mantenga encerado y brillante; la sombra de los árboles impide que el sol queme sus colores y la brisa del viento se lleva las hojas otoñales para que éstas no cubran su superficie.
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Homeostasis, capaz de cuidar su ecosistema evitando cualquier alteración.
