Dos instantes: abrí los ojos para ver el mundo; luego los cerré para escapar de la guerra.
Nací con la tranquilidad de un universo sano, pero pronto tuve que madurar. Mi vida dependía de ello.
Tras escuchar el primer cañonazo, todo espíritu retumbó en el miedo. Y parado frente a mi, un desalmado coronel ordenó a nuestras vidas (la mía y la de todos aquellos desafortunados que me acompañaban) lanzarse bajo un aguacero de balas.
¿Qué determina quién muere y quién no? Todos bajo la misma insulsa probabilidad. Cuando el hecho terminó, el mundo se apestó de muerte.
En pie todavía, con sangre de todos los colores de la tierra en mis manos, caminé derechito a la bandera del enemigo. Puse junto a ella un trapo con los colores de mi patria. Arranqué el rojo del conjunto y amarré mi chaqueta con el. Pronto se carbonizaron todos bajo el fuego de mi encendedor.
Qué porquería es esa que pensamos, acerca del hombre y sus costumbres natas: ¡¡¡ un ser ambicioso y político por naturaleza !!! En nuestras manos cabe la libertad y el respeto, en nuestras manos cabe humanidad.