Bastaría con un roce de labios húmedos para estremecer y tensar la piel de un vientre humano. Sidé lo lee en una revista. Ahora tomó la decisión de volverse culto, y se ha puesto a estudiar mucho.
Conforme prosigue con el texto, su reflexión se profundiza. Un párrafo habla acerca del origen de la vida. Que somos producto de un acto amoroso, que somos las raíces de nuestros padres, que la vida se crea a partir de ahí: el ombligo, el centro de nuestro cuerpo.
Ahora a él le comienzan a brillar las pupilas. Visualiza el universo lleno de luces como un tunel que sus ojos recorren a una velocidad impresionante. De pronto, su mirada saltó del espacio a la tierra. Continuó presurosa su camino, para chocar con un cuerpo desnudo y de ahí, a través de venas y arterias, finalizó el trayecto en un tunel cada vez más angosto, que a duras penas reconoció como un cordón umbilical.
Y entonces aceptó: desde el inicio somos el centro de nuestro todo. El de la vida y el de la mente. Pero concretó su idea aseverándose que en ocasiones, la centralidad no yace en nuestra terquedad humana de permanecer así; sino en el valor a perderlo todo, y quedar como periferia.